De pronto Lalo parecía nervioso. Algo había ocurrido, sin duda. Hablaba entrecortado, apenas era capaz de entenderle nada de lo que quisiera decir:

 

-Mec… tas… mi cam… …psi… …tas.

-¿Qué dices, Lalo?

-Nad… se l… cuán… …pe.

 

Me encerré en el departamento. Lalo seguía hablando de ese extraño modo para quien quisiera escucharlo.

De mis ensoñaciones me despertó Lalo, me comentó que si sabía algo de lo que estaba pasando, que había oído a los alumnos hablar y que no sabía qué pasaba. 

Me contestó con cara de hastío,- ¿otra vez Sonsoles?-

.-Y a qué te vas a dedicar, ¿a escribir?-¿Cómo llevas el libro? 

Adrián es mi casero. Vive en el piso de arriba y a él le cuento todos mis problemas existenciales. De vez en cuando todavía nos liamos; aunque no nos queremos. Para ser más exacta, yo no le quiero a él y, eso creo, él a mí tampoco. Pero somos muy amigos desde hace años. En realidad, fue él el impulsor de mi cambio de sexo. Y la única persona con la que he tenido rollo antes, cuando yo era Jacinto, y ahora, siendo Sonsoles. 

 

Adrián, aparte de ser el propietario de mi casa y otras dos casas más del vecindario, tiene una agencia de detectives privados. Se hizo célebre en los años ochenta cuando destapó, contratado por una oscura logia de ultraderecha, los corruptos tejemanejes de un famoso empresario, conocido en la prensa rosa por sus “affaires” con princesas nórdicas.

 

Adrián ya dedica poco tiempo a su actividad detectivesca. Así que lo tengo todo el día en casa, tomando café y hablándome de su nuevo proyecto de montar un “resort” en Kenia. Yo le digo que está como una cabra. 

 

Ayer le conté que estoy pensando en abandonar la docencia. 

No tenía prácticamente ganas de nada, estaba cansada, otra vez había pasado una mala noche. Las pastillas de melatonina, que me había recomendado la farmacéutica, habían dejado de dar su placeba efectividad pasados unos días. Recordaba la última charla que había tenido con Adrian, nunca parecía satisfecho con nada. Ahora era yo la que parecía que nunca lo estaba.

En la escalera, camino de la sala de profes, me crucé con Ladislao. Ladislao Rajoy, al que todos llamábamos, cariñosamente, Lalo.

 

Lalo Rajoy era muy bajito, en torno a ciento cincuenta centímetros de alto. Las mentes maliciosas del claustro decían que Lalo Rajoy evitaba a toda costa encontrarse en el instituto con Rubén, el conserje. Los más de dos metros de Rubén atacaban los más profundos complejos de Lalo. Por mi parte, si lo pienso, no recuerdo haber visto juntos a Rubén y a Lalo. Bueno, sí, una vez. En la fiesta de jubilación de María Antonia, la de religión, hace cinco años. Creo recordar que se les vio charlando animadamente treinta o cuarenta segundos en la barra del bar del centro. Una casualidad, sin duda, que Lalo corrigió con premura desplazándose a la otra punta del bar. 

 

Lalo, además, es muy velludo y rechoncho. De manera que su aspecto es tierno y ligeramente cómico, como un muñeco de peluche. Lo que no quita para que ejerza una férrea disciplina entre el alumnado.

 

Nada más verme, Lalo sonrió y me dijo:

-Bon dia.

-Bon dia -dije yo-. Tot bé?

-Un dia darrere l’altre -contestó Lalo Rajoy. De buena mañana, el bueno de Lalo repetía siempre lo mismo.