Toc, toc. Llamé. Pues la puerta estaba casi tan atascada como yo. Inmediatamente acudió a abrirme Rubén. Rubén mide doscientos diez centímetros de altura. Ha sido pívot en un equipo de baloncesto. Se lesionó el tobillo derecho y tuvo que dejar la competición deportiva. Aprobó una oposición y desde entonces es el conseje de nuestro instituto. Un conserje de altura. 

Rubén empujó fuerte la puerta para que yo pudiera entrar. Mientras tanto, yo me ajustaba la falda; sin disimular una cierta coquetería. Todo el mundo sabe que a mí Rubén me gusta. Todo el mundo menos él.

Rubén me saludo. Y luego volvió a la conserjería. Dijo que tenía que hacer fotocopias. Le vi agacharse sobre la máquina fotocopiadora y pensé que, quizá, esa posición tan incómoda era lo que le hacía equivocarse tanto a la hora de hacer fotocopias. Siempre que le encargabas algo salía torcido o con fragmentos fuera del papel. Era un tipo desastroso. Pero adorable. Yo, al menos, lo adoraba.

Siempre había estado atascada. Siempre con ese zumbido en la cabeza. Hasta que me hice un cambio de sexo. Yo había sido Jacinto Hernando Buendía. Me dedicaba a vender productos refonadísimos en una conocida franquicia herbolario. Luego, como Sonsoles Hernando Buendía pude dar clases en institutos de secundaria; con el aplomo que me garantizaba la confianza ganada en mi género.

A pesar de lo que, de vez en cuando, todavía me refería a mí misma en masculino. Cosa que perturbaba no pocas veces a mi alumnado. Sobre todo al de los cursos inferiores.

Ese era el principio de mi nueva novela, bueno mi nueva y primera novela. O ni siquiera era el principio, estaba totalmente atascada. 

La noche anterior había habido un extraño cataclismo. La tierra pareció temblar y, a eso de las cinco de la madrugada, se avistaron varios destellos, como relámpagos, pero sordos. Ningún trueno o ruido se oyó. El noticiario de la mañana avisó de que se habían escapado unos microorganismos de un laboratorio internacional de microbiología. El locutor que nos advertía de la noticia aparecía en la pantalla del televisor ataviado con una máscara que le cubría toda la cara. Dijo que el gobierno estaba decretando el uso de esa máscara como obligatorio, incluso para dormir. El microorganismo, dijo el locutor -cuya voz a través de la máscara sonaba metálica-, podía producir efectos devastadores en el organismo de los seres humanos. El reportaje gráfico que acompañaba a la noticia mostraba un grupo de personas renqueando por una calle, como si fueran “zombies”. Me pareció un asunto inverosímil. Me tomé el café mirando perplejo la pantalla del televisor y salí a la calle con una media sonrisa; pensando que, tal vez, el escenario de la realidad se había convertido en el plató de una película de ciencia ficción (o de aquella serie televisiva, cómo se titulaba: Walking Dead). No me gusta la ciencia ficción ni el género de terror, así que llegué al instituto con la misma actitud escéptica de todos los días.

En la puerta del instituto, sin embargo, empezaron a ocurrir cosas extrañas. Un grupo de adolescentes (tres, creo recordar, tal vez cuatro) andaba hacia la puerta con el mismo caminar “zombie” que las personas que, momentos antes, había visto en la tele. No llevaban mochilas y de sus bocas manaba una sustancia gelatinosa que no podía ser saliva, tampoco sangre. Qué era aquello. Parecía helado de vainilla derretido. No pude reconocer sus caras; a pesar de que, seguramente, debían ser alumnos míos. Tenían la cara desfigurada, como si el soporte rígido de las facciones -esto es, los huesos- se hubiera ablandado. Cada uno de ellos portaba en una mano su teléfono móvil, con la pantalla en blanco, centelleante. Miraban insistentemente las pantallas de sus teléfonos y parecían lamentarse por algo. Pero yo no lograba entender lo que decían. Al rebasarlos, se dirigieron a mí y me dijeron:

-¡Eh!… ¡Eh!

-¿Sí? -dije yo, solícita.

-¡Eh!… ¿Tienes wifi?

-¿Que si tengo qué? -pregunté,sin entener nada.

-Wifi, wifi…¡Queremos wifi!

-Lo siento-dije, y me alejé rápidamente. El extraño grupo volvía a mirar insistentemente las pantallas de sus teléfonos, que movían en aspavientos buscando “cobertura”, repitiendo: ¡Wifiii, wifiii!…

En esa tesitura entré en el centro. Mi raciocinio se había visto alterado. Pero rápidamente recobré la compostura. Seguro que todo aquello tenía una explicación razonable…

Entré rápido porque llegaba con el tiempo justo, como siempre. Quizá si hubiera sabido que sería la última vez que lo haría, hubiera entrado más pausada.