Adrián es mi casero. Vive en el piso de arriba y a él le cuento todos mis problemas existenciales. De vez en cuando todavía nos liamos; aunque no nos queremos. Para ser más exacta, yo no le quiero a él y, eso creo, él a mí tampoco. Pero somos muy amigos desde hace años. En realidad, fue él el impulsor de mi cambio de sexo. Y la única persona con la que he tenido rollo antes, cuando yo era Jacinto, y ahora, siendo Sonsoles. 

 

Adrián, aparte de ser el propietario de mi casa y otras dos casas más del vecindario, tiene una agencia de detectives privados. Se hizo célebre en los años ochenta cuando destapó, contratado por una oscura logia de ultraderecha, los corruptos tejemanejes de un famoso empresario, conocido en la prensa rosa por sus “affaires” con princesas nórdicas.

 

Adrián ya dedica poco tiempo a su actividad detectivesca. Así que lo tengo todo el día en casa, tomando café y hablándome de su nuevo proyecto de montar un “resort” en Kenia. Yo le digo que está como una cabra. 

 

Ayer le conté que estoy pensando en abandonar la docencia. 

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