En la escalera, camino de la sala de profes, me crucé con Ladislao. Ladislao Rajoy, al que todos llamábamos, cariñosamente, Lalo.

 

Lalo Rajoy era muy bajito, en torno a ciento cincuenta centímetros de alto. Las mentes maliciosas del claustro decían que Lalo Rajoy evitaba a toda costa encontrarse en el instituto con Rubén, el conserje. Los más de dos metros de Rubén atacaban los más profundos complejos de Lalo. Por mi parte, si lo pienso, no recuerdo haber visto juntos a Rubén y a Lalo. Bueno, sí, una vez. En la fiesta de jubilación de María Antonia, la de religión, hace cinco años. Creo recordar que se les vio charlando animadamente treinta o cuarenta segundos en la barra del bar del centro. Una casualidad, sin duda, que Lalo corrigió con premura desplazándose a la otra punta del bar. 

 

Lalo, además, es muy velludo y rechoncho. De manera que su aspecto es tierno y ligeramente cómico, como un muñeco de peluche. Lo que no quita para que ejerza una férrea disciplina entre el alumnado.

 

Nada más verme, Lalo sonrió y me dijo:

-Bon dia.

-Bon dia -dije yo-. Tot bé?

-Un dia darrere l’altre -contestó Lalo Rajoy. De buena mañana, el bueno de Lalo repetía siempre lo mismo.

 

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