(SONSOLES)

Salgo del aula con una ligerísima sensación de frustración. Como siempre. Dando rienda suelta a mis demonios.

Enseñar. Para qué enseñar. Qué es enseñar. Probablemente, nadie lo sabe a ciencia cierta. La vida seguramente sea demasiado corta para que una acumule la suficiente experiencia como para pensarse –creerse- con la autoridad suficiente como para transmitir esa experiencia a otro. Generalmente, somos pragmáticos y hablamos de la enseñanza como un empleo, una forma de ganarse la vida. Adquieres una serie de conocimientos de algo (matemáticas, geografía, o lo que sea) y te dedicas a difundirlos entre personas que son más jóvenes que tú y todavía no han adquirido esos conocimientos. Pero, ¿es eso enseñar? ¿Deberíamos plantearnos ser, simplemente, instrumentos al servicio de una Administración?

Desde luego, a pesar de mis dudas (que en ocasiones me atormentan terriblemente) yo siempre he querido ser profesora. He dicho “profesora”; y no “profesor”, pues cuando pude ser profesor no quise serlo. Preferí como hombre trabajar en otra cosa. Y convertirme en mujer para dar clases, para ser “profesora”.

Recuerdo que hace años leí un libro que me marcó mucho. Se titula El país del agua. El autor es el inglés Graham Swift. Trata de un profesor de Historia que decide explicar su propia historia a sus alumnos (“enseñarse él”), previo a enseñar la Historia general. Ese libro me enseñó que, probablemente, enseñar es enseñarse; esto es, mostrarse, o “darse” (si se quiere darle un matiz heroico). De manera que cada uno de nosotros debería encontrar la mejor manera de “enseñarse”, para así poder enseñar.

 

Yo estudié Historia del Arte. Aunque imparto generalmente la asignatura de Geografía e Historia de la educación obligatoria; cosa que, a veces, resulta frustrante. Me especialicé en Arte Contemporáneo (no me ha servido para nada); y me acuerdo siempre de dos de los grandes referentes del mundo artístico de la segunda mitad del siglo XX: Andy Warhol y Joseph Beuys. Warhol y Beuys fueron figuras antagónicas, como la cara y la nuca –fruto de mis reflexiones anteriores-. Coincidieron en que su importancia cultural fue mucho más allá que la calidad de sus obras. Fueron iconos culturales: Warhol, para la sociedad y la cultura norteamericana; Beuys para la cultura europea. Warhol consiguió, desde el mundo del Arte –marginal, en cierto sentido- inscribir su nombre en el sistema del estrellato americano. Su figura nos viene a decir: crea tu propio personaje, crea una ficción en tu vida y hazla realidad: esto es, esconde tus debilidades y tus defectos. Warhol es la gran figura artística de la sociedad capitalista (junto a las estrellas del cine y la televisión, con las que se alineó). Beuys, al contrario, reivindicó la figura del chamán, del ritual primigenio, del Arte abierto a los instintos naturales. Con su obra, Beuys nos decía: muestra tus defectos, muestra tus debilidades y haz una obra en torno a ellos. Por supuesto, la Guerra Fría la ganó Warhol; y hoy es uno de los artistas contemporáneos más cotizados.

En nuestra forma de “enseñarnos”, ¿qué preferimos?, ¿esconder nuestras debilidades o mostrarlas?

 

Siempre he querido hablarles a mis alumnos de mi opción transgénero. Nunca me he atrevido. No he sabido crear, hasta ahora, el clima adecuado en el aula. Si lo hiciera me produciría innumerables problemas. No obstante, como el protagonista de El país del agua, estoy deseosa de “enseñarme”.

(Michel Obama)

Sóc conscient de la influència que exercisc sobre ella. M’agrada, encara que és una gran responsabilitat i de vegades dubte de que siga eficaç. És com una complicitat implícita, íntima que sols entenem ella i jo i que es manté, entre mirades, gestos i silencis, al llarg de la sessió. Sé que alguna companya està celosa per eixe lloc privilegiat que m’ha otorgat. De vegades em fa sentir incomòda i, inclús, sola per obligar-me a ocupar aquest paper dins de l’espai tancat de l’aula. Un soroll estrident, de sobte, em trau del meu propi ensimismament.  L’alarma està sonant, avisant-mos de que la classe s’ha d’interrompre immediatament, amb un “ordre” après que mai aconseguim millorar. Pot ser siga una simul.l.ació – però fa un mes ja n’havíem fet un!-. El nerviosisme i el rebombori envaeix el silenci que fa uns segons impregnava l’espai.

Entro en tercero K. Ahí está, una clase, la clase. Un grupo, en definitiva, humano. Una pequeña representación del mundo. Un microcosmos; con representaciones de casi todo. Ahí está el líder vocinglero y mal hablado, Donald Trump. En el centro casi exacto, geométrico, de la clase. Todo el mundo está pendiente de sus comentarios airados, de sus salidas de tono, de su novedosa y sin embargo perniciosa concepción del “espectáculo”. Porque, cada vez más, la sociedad traslada a las aulas ese perverso sentido del espectáculo que lo impregna todo. Al lado de Trump siempre está el pequeño Bolsonaro; no tan atrevido, con menos presencia y no tanta osadía, pero secundando siempre esa actitud desafiante y negativa. Junto a la ventana, recibiendo la luz de la mañana, alegre, bondadosa, Michelle Obama. Una niña elegante. Suele evadirse de las provocaciones de Trump –no sé cómo lo consigue- mostrando siempre una actitud positiva y receptiva. Cuando me toca dar clase aquí siempre miro hacia el lado de Michelle Obama; hacia el lado de la luz. Michelle acoge mi discurso; tal vez no le interese, pero lo acoge siempre, como si le incumbiese. En el otro extremo, como si con ellos no fuera la cosa: las estrellas de la clase, siempre ausentes, siempre reconcentradas en su propia apariencia, siempre atildadas a la moda: Angelina Jolie y Bad Pitt. Angelina y Brad intervienen poco. No te dan nunca nada. A ellos les basta ofrecer su presencia; estar allí. Hay un nosequé de superioridad en ellos; una fachada impenetrable, como si tuviesen un secreto al que yo, como profesora, como “forastera” en su ámbito, no tuviese acceso. Angelina y Brad tienen belleza y juventud; valores que en el microcosmos de la clase cotizan al alza. Luego están las Chicas de Oro: Dorothy, Sophia y Blanche. Graciosas, bienintencionadas, pero muy a la suya. A veces parecen demasiado pendientes de Trump y Bolsonaro, a veces siguien las indicaciones de Michelle Obama y me ayudan entre todas con la clase, a veces, sin embargo, se evaden y yo no sé cómo reconducirlas. Y un poco más allá, al fondo, el grupo de los piratas somalíes. Apenas tres o cuatro metros me separan de ellos; sin embargo, no pueden estar más lejos. Su misión es provocar el desconcierto, crear desorden. Lo llevan en su ADN, de fábrica. Y poco se puede hacer para desactivarlo. Cincuenta y cinco minutos tomándole el pulso al mundo; a las tensiones del mundo. A la filosofía que el mundo absorbe del tiempo en que vivimos; llena de prejuicios consumistas, de tensiones grupales y raciales, territoriales, incluso. Navegar por esos cincuenta y cinco minutos es todo un privilegio; una aventura cotidiana. Agotadora, sin embargo.

Todos los seres tenemos dos partes, a saber, cara y nuca, pecho y espalda; dos partes que no se comunican entre ellas, antagónicas. Mi pecho no habla con mi espalda, mi cara no sabe nada de mi nuca, la vida que lleva. Pasa una cosa muy curiosa entre los humanos: nuestros pechos y nuestras caras intercanvian monotonías y cosas importantes a diario; pero ¿Y nuestras espaldas, y nuestras nucas, nuestros glúteos…? NADA: desconectados.

¿Y si pasara lo mismo con nuestras almas? La rutina, las frases banales, las cotidianas (nuestras caras y nuestros pechos) que se oyen a menudo. Las espaldas (lo más íntimo, lo profundo, la cara B) que viven en silencios rotos solo por temblores esporàdicos.

Esto es lo que me entra con el aire que respiro cuando me desplazo por el edificio: Rubén y sus sentimientos; Devendra y los suyos…. Todos los que aquí estamos con nuestro lado oscuro (en la sombra).

Y tras este momento oculto (en la sombra) sigo desplazándo co premura por los pasillos.

Toca clase.

Devendra había concertado cita a las diez y cinco  con los padres de Rodolfo, alumno  superdotado pero con un sentido del humor digamos, ejem, peculiar.  Como si los pasos de los padres de Rodolfo fueran una especie de resorte que hiciese que  tomáramos el pulso definitivo a la realidad.

Todo parecía recobrar un cierto realismo. Abandoné el despacho de Devendra y me fijé de repente en el aspecto demacrado de Rubén. Lo que me preocupó.

-¿Te pasa algo?- preguntó Sonsoles.

-Mi gata-dijo Rubén-, me ha abandonado. Pero no es nada. Sólo estoy un poco desesperado.

*

En ese momento pensé que no conocía a Rubén. Ese gigantón desgarbado con el que me cruzaba todos los días; y con el que intercambiaba cuatro frases hechas sobre el cansancio del trabajo, la proximidad de las vacaciones, la falta de consideración del alumnado y demás banalidades relativas al tiempo atmosférico y los resultados de su equipo favorito de baloncesto. ¿Cuánto trato podemos tener con la gente cercana a nosotros, sin conocernos realmente? En efecto, a veces pienso que el lenguaje está hecho para separarnos, para marcar distancias, en lugar de para acercarnos, conocernos y confraternizar.

¿Cómo puede una gata ser tan importante para un tipo tan grande, con apariencia tan de “duro”? Pensé que la gata ejercía, tal vez, un efecto de “talismán” en Rubén. Era una especie de tótem; como el juguete del que no puede separarse durante un tiempo un niño. Quizá por culpa de esa gata Rubén nunca se había acercado a mí. Al fin y al cabo uno necesita sentirse solo para liberarse y saber qué y quién se es. En las encrucijadas de la vida los tótems ejercen de lastres, que nos impiden avanzar. De hecho, yo siempre había pensado algo así de Rubén: era, es, un ser lastrado, ralentizado por no se qué que le haya ocurrido. Era fuerte y débil al mismo tiempo. Con ese aspecto de ogro demacrado parecía poder librar cualquier batalla; sin embargo, en ocasiones, su mirada extraviada revelaba una fragilidad y una angustia insoslayables. Y de ahí podía pasar a la tranquilidad más absoluta. Quizá era eso lo que me atraía de él.

-No soy lo bastante para ella-soltó, angustiado, Rubén.

-¿Ella? ¿Tu gata?

-Julia.

-¿Tu gata se llama así, Julia?-no podía creérmelo.

Zanjé el asunto y volví al departamento, a por el libro de texto. Mi clase de tercero comenzaba en breve y todavía no sabía qué hacer. Quizá podría dar una clase sobre una gata para la que no es suficiente un tipo de más de dos metros de altura, con una abismo y una profunda desesperación en la mirada.

Ya está. El timbre, esto es, el reggaetón de turno.

(SONSOLES)

Empecé a estornudar, mi alergia estaba fatal, aunque no solía estornudar en el instituto, últimamente sólo me daban alergia los gatos, seguro que alguien no se había cambiado la ropa y venía lleno de pelos al instituto. 

Devendra ya había bajado de su levitación y parecía tan normal, hizo el gesto de sacar la botella de anís que tenía escondida, yo conocía el gesto porque la habíamos compartido varias veces, pero al ver que también estaba la directora y varios con la boca abierta se cortó y disimuló sacando un pañuelo.