Devendra había concertado cita a las diez y cinco  con los padres de Rodolfo, alumno  superdotado pero con un sentido del humor digamos, ejem, peculiar.  Como si los pasos de los padres de Rodolfo fueran una especie de resorte que hiciese que  tomáramos el pulso definitivo a la realidad.

Todo parecía recobrar un cierto realismo. Abandoné el despacho de Devendra y me fijé de repente en el aspecto demacrado de Rubén. Lo que me preocupó.

-¿Te pasa algo?- preguntó Sonsoles.

-Mi gata-dijo Rubén-, me ha abandonado. Pero no es nada. Sólo estoy un poco desesperado.

*

En ese momento pensé que no conocía a Rubén. Ese gigantón desgarbado con el que me cruzaba todos los días; y con el que intercambiaba cuatro frases hechas sobre el cansancio del trabajo, la proximidad de las vacaciones, la falta de consideración del alumnado y demás banalidades relativas al tiempo atmosférico y los resultados de su equipo favorito de baloncesto. ¿Cuánto trato podemos tener con la gente cercana a nosotros, sin conocernos realmente? En efecto, a veces pienso que el lenguaje está hecho para separarnos, para marcar distancias, en lugar de para acercarnos, conocernos y confraternizar.

¿Cómo puede una gata ser tan importante para un tipo tan grande, con apariencia tan de “duro”? Pensé que la gata ejercía, tal vez, un efecto de “talismán” en Rubén. Era una especie de tótem; como el juguete del que no puede separarse durante un tiempo un niño. Quizá por culpa de esa gata Rubén nunca se había acercado a mí. Al fin y al cabo uno necesita sentirse solo para liberarse y saber qué y quién se es. En las encrucijadas de la vida los tótems ejercen de lastres, que nos impiden avanzar. De hecho, yo siempre había pensado algo así de Rubén: era, es, un ser lastrado, ralentizado por no se qué que le haya ocurrido. Era fuerte y débil al mismo tiempo. Con ese aspecto de ogro demacrado parecía poder librar cualquier batalla; sin embargo, en ocasiones, su mirada extraviada revelaba una fragilidad y una angustia insoslayables. Y de ahí podía pasar a la tranquilidad más absoluta. Quizá era eso lo que me atraía de él.

-No soy lo bastante para ella-soltó, angustiado, Rubén.

-¿Ella? ¿Tu gata?

-Julia.

-¿Tu gata se llama así, Julia?-no podía creérmelo.

Zanjé el asunto y volví al departamento, a por el libro de texto. Mi clase de tercero comenzaba en breve y todavía no sabía qué hacer. Quizá podría dar una clase sobre una gata para la que no es suficiente un tipo de más de dos metros de altura, con una abismo y una profunda desesperación en la mirada.

Ya está. El timbre, esto es, el reggaetón de turno.

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