Entro en tercero K. Ahí está, una clase, la clase. Un grupo, en definitiva, humano. Una pequeña representación del mundo. Un microcosmos; con representaciones de casi todo. Ahí está el líder vocinglero y mal hablado, Donald Trump. En el centro casi exacto, geométrico, de la clase. Todo el mundo está pendiente de sus comentarios airados, de sus salidas de tono, de su novedosa y sin embargo perniciosa concepción del “espectáculo”. Porque, cada vez más, la sociedad traslada a las aulas ese perverso sentido del espectáculo que lo impregna todo. Al lado de Trump siempre está el pequeño Bolsonaro; no tan atrevido, con menos presencia y no tanta osadía, pero secundando siempre esa actitud desafiante y negativa. Junto a la ventana, recibiendo la luz de la mañana, alegre, bondadosa, Michelle Obama. Una niña elegante. Suele evadirse de las provocaciones de Trump –no sé cómo lo consigue- mostrando siempre una actitud positiva y receptiva. Cuando me toca dar clase aquí siempre miro hacia el lado de Michelle Obama; hacia el lado de la luz. Michelle acoge mi discurso; tal vez no le interese, pero lo acoge siempre, como si le incumbiese. En el otro extremo, como si con ellos no fuera la cosa: las estrellas de la clase, siempre ausentes, siempre reconcentradas en su propia apariencia, siempre atildadas a la moda: Angelina Jolie y Bad Pitt. Angelina y Brad intervienen poco. No te dan nunca nada. A ellos les basta ofrecer su presencia; estar allí. Hay un nosequé de superioridad en ellos; una fachada impenetrable, como si tuviesen un secreto al que yo, como profesora, como “forastera” en su ámbito, no tuviese acceso. Angelina y Brad tienen belleza y juventud; valores que en el microcosmos de la clase cotizan al alza. Luego están las Chicas de Oro: Dorothy, Sophia y Blanche. Graciosas, bienintencionadas, pero muy a la suya. A veces parecen demasiado pendientes de Trump y Bolsonaro, a veces siguien las indicaciones de Michelle Obama y me ayudan entre todas con la clase, a veces, sin embargo, se evaden y yo no sé cómo reconducirlas. Y un poco más allá, al fondo, el grupo de los piratas somalíes. Apenas tres o cuatro metros me separan de ellos; sin embargo, no pueden estar más lejos. Su misión es provocar el desconcierto, crear desorden. Lo llevan en su ADN, de fábrica. Y poco se puede hacer para desactivarlo. Cincuenta y cinco minutos tomándole el pulso al mundo; a las tensiones del mundo. A la filosofía que el mundo absorbe del tiempo en que vivimos; llena de prejuicios consumistas, de tensiones grupales y raciales, territoriales, incluso. Navegar por esos cincuenta y cinco minutos es todo un privilegio; una aventura cotidiana. Agotadora, sin embargo.

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