(Javier)

Salgo de clase de segundo de bachillerato un poco harto, la verdad. Les hablas de la fenomenología de Husserl (¡solamente mencionarla!) y se parten de risa como si estuvieran oyendo un monólogo del Club de la Comedia. Ya es bastante que tenga que machacarlos con Simone de Beauvoir sin que tengan que saber nada de Camus o Sartre. Que si se me ocurre mencionar a este último, otra vez, les entra la risa y, si hay alguien que se acuerda, se acuerda de aquel francés como “aquel bizco feo”. Ya lo dice mi amigo Olegario: La cultura está fracasando. Se trata de un naufragio, lento, muy lento aunque inexorable, del que soy testigo de año en año.

 

Me toca guardia de patio. Menos mal que me voy a encontrar con mi amigo Olegario. Se trata de un gorrión que suele posarse a la sombra en una de las ramas del árbol que está a la derecha saliendo por las escaleras. Una vez cada dos semanas me toca en ese lugar. Al principio me extrañó que un pequeño gorrión me hablara; pero pronto agradecí tener con alguien una aguda conversación sobre Heidegger; aunque sólo fuera un pequeño pajarillo con aire asustado. Los alumnos -los que no van tan a la suya que ni se dan cuenta de que ando por allí-, los alumnos, digo, creen que hablo solo; pues la vocecilla de Olegario es tan tenue que apenas la oigo yo, por mucho que me acerque. Olegario a veces fuma pequeños cigarritos que se lía él mismo con restos de hojas y ramas. Porque dice que para él, el acto de fumar, las volutas de humo a su alrededor, le incita a pensar.

 

Olegario es de ideas anarquistas. Y digo yo que no podría ser de otra manera; dada su condición de animal salvaje, o semisalvaje, aunque de pequeño tamaño. Aparte de este progresivo desmoronamiento de la cultura, que yo apenas le discuto, Olegario anda preocupado últimamente por la mala gestión que tenemos todos (él se incluye) del tiempo; y que tiene, según Olegario, (la mala gestión) una raíz cristiana. Empezamos ofreciéndole nuestro trabajo a Dios y hemos acabado, dice Olegario, obsesionados por un trabajo que no nos lleva a ninguna parte; a lo sumo, concluye, a seguir enriqueciendo a las empresas de telecomunicaciones.

 

Mi pega viene por su condición animal. Pero si tú no trabajas, alma de Dios. Eres solo un pajarillo.

 

Entonces él argumenta que su especie vive muy a expensas de la sociedad nuestra; pues no vive en entornos enteramente salvajes. Al menos yo, dice Olegario, no conozco ningún gorrión enteramente salvaje. De modo que los gorriones, según Olegario, son muy sensibles a los ritmos humanos y les perjudica, les estresa, el frenetismo con el que cada vez vivimos todos instalados. Y al decir “todos” se incluye a él y, se supone, a los suyos. Por eso fumo, dice Olegario.

Me pregunta qué voy a hacer en vacaciones. No sé por qué. Y le cuento todo lo que mi mujer y yo hemos programado. ¿Ves?, me dice. Estás aplicando el mismo concepto de productividad a tu tiempo de descanso, el mismo con el que te machacas en tiempo de trabajo. Lo mismo estáis haciendo con toda esta gente (y señala con su alita derecha al patio, donde cientos de adolescentes circulan libremente). Les estáis educando para ser productivos, para adaptarse lo mejor posible a la “máquina”… No tanto para pensar y sentirse libres… Y eso que tú eres –supuestamente- profesor de filosofía.

 

Yo hago lo que me dicen que haga, le dije a Olegario, un poco enfadado. Sí, claro, me dijo; pero habrá algún resquicio; algo por donde entrarles y que les saque de ese estado tan complaciente con la maquinaria de la productividad. (¿A qué se referiría exactamente con “maquinaria de la productividad”?) En ese momento, me despisté un poco. Se me acercaba Árnold, de educación física, con una amplia sonrisa. Cuando me giré de nuevo, un gato estaba devorando a Olegario. Lo contemplé horrorizado. Pero no pude explicárselo a nadie. El gato sustituyó en el árbol a Olegario, como si el pequeño filósofo no hubiese existido nunca. Y yo me alejé a hablar con Árnold.

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