Abrí la puerta y allí estaba él, mi gigante favorito. Con esa mirada tranquila, que me producía un maravilloso efecto relajante. Traspasé sus inmensos ojos azules y volé por la nada de su conciencia, como acunada por esa actitud suya de matadragones. Aterriza, Sonsoles, aterriza, y escucha lo que Rubén te quiere decir.

 

-Devendra lo ha vuelto a hacer -dijo Rubén-. No nos hace caso a nadie; tal vez tú le hagas entrar en razón.

 

Devendra es el psicólogo del instituto. Nuestro psicólogo hindú. De nombre, al menos. Porque Devendra, en realidad, es de Xàtiva. Una vez me contó que sus padres le pusieron Devendra porque se conocieron y enamoraron en unas clases de yoga; y su peofesor de yoga se llamaba así, Devendra. A ver qué le pasaba esta vez al bueno de Devendra…

 

-Lleva en la postura de la flor de loto cerca de diez horas, calculamos -dijo Rubén-. Ayer cerré el instituto sin darme cuenta de que Devendra todavía no había salido. Me pareció raro -prosiguió Rubén- que su coche estuviese en el parking; pero como a veces se va andando a casa no me preocupé demasiado. Esta mañana me lo he encontrado sentado de esa manera tan rara. Estaba rígido, como de piedra, y apenas respiraba. Sigue así. Es como si se hubiera ido, como si estuviera en otra dimensión. Le llamas y no te hace caso. Javier, el de filosofía, le ha tirado un vaso de agua por encima y no reacciona. Hemos pensado que tal vez a ti te haga caso, como otras veces. Sois amigos, ¿no?

 

Entramos en el despacho de Devendra, presidido por una enorme escultura de escayola de un “buda” con cabeza de elefante, en la misma posición de loto que Devendra ostentaba en ese mismo momento.

 

-Devendra, ¿me escuchas? -nada, ni caso. Toqué su espalda; estaba rígida como una piedra. Busqué en el cuello el pulso, sus latidos. La frecuencia era bajísima. Debía tener veinte o veinticinco latidos por minuto, tal vez menos.

 

Estuvimos varios minutos tratando de comunicarnos con Devendra, sin ningún éxito. Varios rodeábamos a aquel yogui perdido en las oscuridades de su interior. Allí nos congregamos, como espectadores sorprendidos, Vicent, el director, Vicenta, la secretaria, y Olga, la subdirectora. 

 

De pronto algo pareció cambiar en Devendra. Temblaba ligeramente, cada vez con mayor intensidad. Hasta que nos dimos cuenta de que no tocaba el suelo. Se había levantado del suelo cuatro o cinco dedos, ocho, diez centímetros, más o menos. Devendra había conseguido levitar.

Categorías: relato